El “mímimo” y yo: cuando haces las paces contigo mismo sin darte cuenta

A veces la autoaceptación llega en un microsegundo, en medio de una conversación incómoda o un chiste que parece inofensivo. Esta es la historia de cómo hablé con mi “mímimo” y entendí algo más profundo sobre mí mismo… y sobre los demás.

El “mímimo” y yo: cuando haces las paces contigo mismo sin darte cuenta

Hay una frase que escucho mucho entre dominicanos: “mímimo tengo que rebajar”, “mímimo tengo que comer mejor”, “mímimo tengo que ponerme pa’ lo mío”. Siempre me ha hecho reír. Es como una forma ligera de hablar con uno mismo, casi en tercera persona. Pero detrás del chiste, empecé a notar algo más profundo.

El “mímimo” —así, con cariño— es esa parte interna, sensible y vulnerable que tratamos de proteger del mundo. Es el yo más auténtico, al que no siempre le hablamos con amor. Cuando alguien toca esas fibras “mimísticas”, como me gusta llamarlas, sentimos un “dolor virtual”. No siempre porque nos hayan hecho daño real, sino porque algo dentro de nosotros no está resuelto. Algo que evitamos mirar, que preferimos esconder porque aún no hemos hecho las paces.

Yo he sido bueno protegiendo a mi “mímimo”. Pero hace poco, en una conversación con un grupo de corredores, me di cuenta de que había algo pendiente.

Como siempre, salió el tema clásico: la duración de los maratones. Pero esta vez, el protagonista accidental era yo. Algunos decían que no entendían cómo una persona podía durar más de seis horas corriendo. Que eso ya no era correr.

En ese momento sentí que algo dentro de mí reaccionaba. Fue como si alguien hubiese puesto el dedo justo en una fibra sensible. Y ahí, en ese microsegundo, me hice consciente de una verdad: no había hecho las paces con eso. Con mi ritmo, mi manera de correr, mi forma de disfrutar el maratón.

No sé si lo dijeron con intención de herir. Tal vez sí, tal vez no. Pero lo cierto es que me sentí en la necesidad de defenderme, de responder con fuerza. Aunque en el fondo, entendí algo más: a veces decimos cosas sin medir el impacto. A veces hablamos con intención. Pero en cualquiera de los casos, lo que más importa no es lo que dicen los otros… sino lo que tú decides hacer con eso.

A mí, que disfruto de una buena discusión como hobby, se me ocurrió algo que zanjó el tema de inmediato:

Es cierto que soy lento. Es cierto que duro mucho. Pero me gusta y lo disfruto. Lo que sí sé es que yo te alcanzo a ti más rápido de lo que tú podrás alcanzar a un corredor élite. Esos sí que corren. Los demás caminamos.

Lo dije sin rabia. Lo dije con verdad. Y en ese momento supe que había hecho las paces. No porque gané la discusión —aunque confieso que disfruté la respuesta—, sino porque ya no me molestaba. Porque mi percepción de mí mismo había cambiado.

Y es que, al final, lo que más me importa sobre mí… es lo que yo creo, lo que yo siento, lo que yo sé. Lo que opinen otros que no son “mímimo”, es solo eso: opinión. Nada más.

Espejo 2: Juzgar sin Conocer
Juzgar sin conocer es una forma de protegernos del rechazo, pero también una manera de cerrar puertas que ni siquiera hemos intentado abrir. En este segundo espejo, reflexiono sobre cómo el juicio bloqueó una mejor oportunidad de conexión, negociación y confianza.